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Quince días antes de Navidad, Francisco  le pidió ayuda a un hombre de Greccio: “Quisiera representar  el Niño nacido en Belén, y ver con los ojos del cuerpo la incomodidad que sufrió por la falta de las cosas necesarias a un recién nacido, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo yacía sobre el heno entre el buey y el asno”. En cuanto lo escuchó, el fiel amigo fue a preparar  las cosas necesarias.

El 25 de diciembre de 1223 llegaron a Greccio muchos frailes de varias partes, y llegaron también hombres y mujeres de los caseríos de la zona, llevando flores y antorchas para iluminar esa santa noche. Luego, el sacerdote celebro solemnemente la Eucaristía, mostrando la relación entre la Encarnación del Hijo de Dios y la Eucaristía. En ese momento, no había estatuas en Greccio, el pesebre fue realizado y vivido por los presentes. San Francisco con la simplicidad de ese signo, realizo una gran obra evangelizadora.  Su enseñanza penetro en el corazón de los cristianos y permanece hasta nuestros días como una forma genuina para proponer la belleza de nuestra fe con sencillez.

¿Porque el pesebre provoca tanta admiración y nos conmueve? Primero porque manifiesta la ternura de Dios. Él, el Creador del universo, baja a nuestra pequeñez. El don de la vida, siempre misterioso para nosotros, nos fascina más aún al ver que Quien  nació de María es la fuente de cada vida. En Jesús, el Padre nos dio un hermano que viene a buscarnos cuando estamos desorientados y perdemos el rumbo; un amigo fiel que siempre está cerca; nos dio a su Hijo que nos perdona y nos alivia del pecado.

(Admirabile Signum)