¡Aquí estoy! Soy Sor Claudia y hoy vivo en la Comunidad Cenacolo como hermana Misionera de la Resurrección. Cuando llegué a la Comunidad era una jovencita de 22 años confusa, débil y en la búsqueda. Agradezco mucho a mi familia porque desde pequeña me hablaron de Jesús y de María, me integraron en la vida parroquial y puedo decir que desde la infancia, el oratorio fue mi segundo hogar y fui creciendo en un ambiente sano. Sabía que Jesús existe y que es un amigo presente, desde niña hablaba con Él. Vivir en el bien me protegió del mal pero en mi corazón muchas veces sentía la soledad y no me sentía acompañada por mis padres. Mi padre me confió que se habían casado muy jóvenes y cuando yo nací se sentían inmaduros para educar una hija. Tengo buenos recuerdos de mi adolescencia, bellas amistades que aún hoy conservo porque fueron construidas en la Luz, muchas jornadas pasadas en la Parroquia en actividades con amigos, hacíamos voluntariado en geriátricos y hogares para discapacitados. Pero todo este bien que hacía era para afuera porque en casa era peleadora con mi familia, no me esforzaba en la escuela y era poco seria en el estudio; a mi hermana la “sermoneaba” pero después no le dedicaba tiempo. Cuando fui creciendo daba por descontado que me casaría y formaría una bella familia cristiana con muchos hijos. Tenía novio y lo quería pero muchas veces sentía que no era un bien verdadero, no éramos felices; percibía que nuestro estar juntos me cerraba, limitaba mis deseos, quería algo más. Al final nos dejamos y pasé por un período de profundo sufrimiento, me sentía fracasada, insatisfecha, pero no sabía qué hacer ni dónde ir. Gracias a Dios que le grité pidiéndole ayuda y sentí que Jesús me decía al corazón: “No temas, Yo estoy contigo, Yo te amo”. En ese momento justo una amiga me invitó a un encuentro en la Comunidad Cenacolo. Fue un impacto fuerte: la vi a sor Elvira, una mujer simple y decidida, que tenía algo para enseñarme a transformarme en una verdadera mujer. En seguida pedí para hacer una experiencia de un mes en la Comunidad. En ese mes viví con otras chicas que para salir de sus propias dificultades hacían un largo camino comunitario basado en la oración, el trabajo y la amistad verdadera. En este camino también yo reconocí mis pobrezas, mis defectos; los empeños que me daban en la revisión de vida fueron una gran ayuda para aprender a superarlos. Entendía que la vida cristiana era una vida coherente, en la que cuenta el ser verdadero antes que nada y no hacer las cosas por apariencia. La luz de la oración le permitió a Jesús sanar mi corazón, mis afectos y me dio la fuerza para ser más buena con los demás. Viviendo y eligiendo día a día la vida verdadera y profunda de la Comunidad, surgió en mi corazón la voz que me llamaba: cada vez me enamoraba más de Jesús y de esta vida simple, de oración y de amor fraterno. Estaba conociendo a un Jesús capaz de sanar el corazón de los jóvenes con heridas más profundas que las mías, un Jesús que obra sanaciones, milagros, un Jesús vivo que me llamaba a responder a este amor que me envolvía. Entonces pedí comenzar el camino de la consagración religiosa. A partir de ese día me sentí una mujer verdaderamente libre. Hoy estoy felizmente casada con Jesús, muerto y resucitado por mí, y me parece que la Comunidad Cenacolo, en la que vivo, es un río lleno de vida, amor, alegría, paz, que corre impetuoso y que me arrastró; solo debo abandonarme con confianza y humildad, viviendo diariamente con grandeza de corazón y con amor hacia todos. Me siento privilegiada por haber sido llamada entre las Hermanas de la “primera hora” y por tener una Madre como Elvira que nos sigue, nos ama y nos educa en la escuela del amor de Dios. En estos años siento que Dios me ha dado el céntuplo del pequeño sí que yo di. Un gran don para mi vida fue vivir varios años en la misión de Bahía, en Brasil, con los niños de la calle. Fueron años ricos de vida, de amor entregado y sobretodo, recibido. Estaba allí cuando llegó la primera niña…¡y hoy hay 80!. La misión abrió mis horizontes, expandió mi corazón hacia el rostro de los niños, adolescentes y pobres que encontré y que aprendí a amar, y por quiénes sigo dando la vida y rezando. Hoy vivo en la Casa de Formación, con otras jóvenes que quieren responder con generosidad a la llamada de Dios. Es bello caminar juntas, construir entre nosotras amistad verdadera para vivir en la unidad y para crecer en un amor concreto hacia Jesús y hacia los que Él quiere encomendarnos. Verdaderamente puedo testimoniar que el Señor con su llamado a seguirlo no me ha quitado nada: hoy me siento más rica que ayer y cada día experimento, como dijo nuestro Papa Benedicto que “el Señor cuando llama no quita nada, sino que da todo.”